Entre 2000 y 2001, tras terminar la universidad, pasé un año en Pau, Francia, como lector de Español en un liceo. Confieso que mi única referencia previa del lugar eran aquellos cuentos de Bioy Casares en los que personajes mundanos iban a vacacionar y tenían fugaces aventuras amorosas. Esa coincidencia con Bioy me pareció un buen augurio. Los meses antes de partir me puse a estudiar francés a marchas forzadas en la Alianza Francesa y a intentar leer directamente en el idioma (el primer libro que leí completo fue Manon Lescaut del Abbé Prévost, en los clásicos de Le Livre de Poche, y el segundo, previsiblemente, Le rouge et le noir).
Pau –en el corazón del Béarn, la tierra de Enrique IV– fue un centro invernal famoso en la Belle Époque debido, en parte, a las investigaciones de Alexander Taylor, médico escocés que atribuía a su clima virtudes curativas. De esa época data la construcción de sus grandes hoteles, villas estilo inglés, casino, funicular, etc. En el transcurso del siglo XX fue perdiendo su atractivo turístico, pero aún hoy conserva parte de su viejo esplendor. Es una ciudad pequeña y confortable, con magníficas vistas a los Pirineos desde su famoso boulevard y rodeada de paisajes naturales excepcionales.
A decir verdad, las clases de Español en el liceo –el Louis Barthou, en pleno centro– no me tomaban mucho tiempo y tenía buena parte del día para leer y vagabundear. Saliendo de clases iba normalmente a la biblioteca municipal o me daba la vuelta por alguna librería. Allí, atraído por ese imán que nos lleva hacia ciertos libros, aunque nada sepamos previamente de ellos, compré un día los Propos sur le bonheur de Alain en la popular colección Folio (Gallimard, París, 2000). Tiene en la portada una reproducción de El perro sobre la pelota de Fernand Léger, cuadro ciertamente colorido y feliz, pero de una felicidad demasiado fácil, naïf, que poco tiene que ver, como veremos, con la compleja concepción de Alain.
Apenas leído hoy fuera de Francia, Alain, cuyo verdadero nombre era Émile-Auguste Chartier, fue en su momento no solo un autor célebre, sino, sobre todo, un afamado profesor. Maestro carismático en la mejor tradición socrática, ejerció una enorme influencia en generaciones y generaciones de alumnos, entre los que se contaron Raymond Aron, Simone Weil, André Maurois y Julien Gracq. Nunca, por cierto, dio clases en la universidad, aunque recibió numerosas invitaciones para hacerlo, y circunscribió su magisterio al liceo, convencido como estaba de que la adolescencia era la edad en la que efectivamente se educaba. Alain no estaba interesado en instruir meros profesionales; él moldeaba caracteres y formaba personas.
Alain extendió su labor magisterial a la prensa –toda Francia era su discípula– en la que desarrolló el género que lo hizo famoso: los propos (que acaso habría que traducir, más que como palabras u observaciones, como dichos). Eran artículos breves sobre diversos asuntos que luego fueron reunidos temáticamente en libro: sobre el poder, sobre la educación, sobre las artes, sobre la felicidad. Estos últimos, los Propos sur le bonheur, aparecieron originalmente en 1928 y son, creo yo, junto con los Ensayos de Montaigne y el Discurso del método de Descartes, uno de los grandes libros de sabiduría que ha dado Francia, hoy injustamente olvidado o menospreciado.
¿Era Alain un filósofo? Sí, siempre y cuando sigamos dispuestos a admitir que, digamos, Sócrates lo era. Su máxima preocupación era la vida concreta del hombre y dar respuesta a la pregunta: ¿cómo vivir felizmente una vida humana? Heredero de Descartes y Spinoza, buscó siempre ser lo más claro y sencillo posible, y no oscurecer su pensamiento vanamente. Más que el título de filósofo, le correspondería, quizá, el de sabio, aquel que posee el conocimiento de las cosas humanas.
Alain fue esa cosa rarísima en la historia de la filosofía y las letras: un pensador alegre y optimista. La alegría, ya se sabe, no suele ser literaria ni filosófica. La melancolía, la tristeza, el pesimismo y la fatalidad son infinitamente más prestigiosos. Parecen, qué duda cabe, más inteligentes, más profundos, mientras que la felicidad puede fácilmente ser calificada de ingenua o superficial (lo verdaderamente superficial, claro, es pensar así, pues se puede sin problemas ser un triste o un pesimista y un perfecto imbécil al mismo tiempo). Sin embargo, la felicidad predicada por Alain no es nada ingenua ni sencilla. Un día, el Maestro entró al salón de clases y, sin decir palabra, frente al asombro de sus alumnos, escribió en el pizarrón: “La felicidad es un deber”. Los Propos son la glosa de ese dictamen lapidario.
Alain fue un agudo lector del estoicismo, de Séneca y Marco Aurelio, y hasta cierto punto su heredero, pero no dejó de criticar lo que encontraba demasiado rígido o exagerado en la antigua doctrina. Aspirar a mantenerse incólume cuando ocurre una verdadera desgracia, por ejemplo, le parecía francamente excesivo, casi inhumano. Sin embargo, estaba convencido de que es mucho lo que cada uno de nosotros, en las condiciones normales de la vida, puede hacer para ser feliz, pues la dicha, para Alain, es sobre todo resultado de la voluntad y no de una azarosa combinación de circunstancias. “El pesimismo –escribió– depende del humor; el optimismo, de la voluntad… El optimismo requiere proponérselo. Por extraño que parezca de entrada, hace falta proponerse ser feliz”.
Hay que decir que el lector ideal de Alain es una persona de cierta complejidad: meditabunda, introspectiva, que para bien y para mal piensa demasiado; a los otros, a las personas sencillas que gozan de una felicidad o una tranquilidad irreflexivas, no tiene nada qué decirles y ellos, además, no lo necesitan.
Para Alain, el principal enemigo de la felicidad del hombre es el hombre mismo y en particular las pasiones, y el mal uso que hace de los atributos de la razón y la imaginación. Más concretamente: la razón y la imaginación sometidas a las pasiones. Con frecuencia, cuando somos víctimas de una pasión –la cólera, el miedo, la tristeza–, el pensamiento, en lugar de serenarnos y hacernos ver las cosas como son, se ofusca y se pone a su servicio. Y ahí empieza la debacle porque, una vez que nos hemos rendido a una pasión y prestádole nuestro recursos mentales, tenemos vía libre al desasosiego y la infelicidad.
Cualquiera puede hacer la prueba: recordemos la última vez que nos asaltó un pensamiento triste, colérico o temeroso. Este pudo partir de un hecho real (lo que no es rigurosamente necesario porque la imaginación malsana es perfectamente capaz de inventárselo), pero, a partir de ahí, no es raro que nosotros nos encarguemos de agravarlo con un sinnúmero de figuraciones, suposiciones o conjeturas. “El pensamiento es una especie de juego que no siempre es muy sano”, escribió este pensador. Muchos de los males que sufrimos suelen ser males imaginarios y “la imaginación es peor que un torturador chino; dosifica el miedo, nos lo hace ir probando poco a poco. Una verdadera desgracia no pega dos veces sobre el mismo punto”.
La lectura de Sobre la felicidad es una suerte de gimnasia de la alegría, la razón y la voluntad, que van de la mano. Alain comienza por denunciar las pasiones y en particular aquellas que gozan de cierto prestigio intelectual, como la melancolía o la tristeza (en esto sigue a ese otro autor alegre, Michel de Montaigne, que ya las condenaba como “un estúpido y horrible ornamento”). Por supuesto que hay inevitables circunstancias tristes en la vida, pero una cosa es eso y otra dedicarse a cultivarla y arruinar la propia vida y la de quienes nos rodean. En realidad, ningún estado de pasión (o sea, en el que somos sujetos pasivos y no activos) es deseable. La virtud está en la acción, que no es raro que un pensamiento mal encaminado o una imaginación maniática inhiban. No se trata de renunciar al pensamiento, sino de pensar con rectitud y actuar con decisión, pero esto requerirá, antes que nada, un esfuerzo de voluntad de nuestra parte. La alegría y la dicha no nos caerán mágicamente del cielo; deben ser buscadas y cultivadas activamente: “Hay que predicar sobre la vida, no sobre la muerte; difundir la esperanza, no el miedo, y cultivar en común la alegría, verdadero tesoro humano. Es el secreto de los grandes sabios y será la luz de mañana. Las pasiones son tristes. El odio es triste. La alegría matará las pasiones y el odio, pero comencemos por decirnos que la tristeza no es nunca noble, ni bella, ni útil”.
Esta es la lección de Alain, maestro de alegría.
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